Durante la época que siguió al
Concilio de Trento ( 1545-1563), la figura del confesor adquirió enorme
importancia ya que era el encargado de impartir el sacramento de la confesión, Por este motivo, el trato que mantenía con sus feligresas era más que familiar;
para el delito que nos ocupa, Hay que recordar que en esta centuria y en las posteriores, con frecuencia la mujer se casaba muy joven con hombres mucho mayores que ella, sobre todo en segundos matrimonios, separándose a partir de
entonces de su familia, por lo que a la hora de cumplir con este sacramento, pues era obligatorio confesar al menos una vez al año, el confesor se posicionaba como la persona de máxima
confianza de la penitente, a quien acudía con frecuencia en ese momento de la
confesión, en busca de consejos de toda índole ( materiales, espirituales,
conyugales…), y donde la penitente tenía la obligación de enumerar todas las
faltas cometidas, incluso con el pensamiento, proporcionando de este modo una
información privilegiada al confesor, que utilizada convenientemente, daría los
frutos apetecidos; También hay que tener en cuenta que, en esos tiempos, la
aproximación entre ambos sexos era muy limitada, necesitándose para ello una
serie de actos previos de los que estaba excluida la confesión. Todos estos condicionantes
hacían que se terminara creando entre confesor y penitente una relación
sumamente estrecha, casi íntima, por lo que no era difícil que ante la revelación
de algún pensamiento íntimo por parte de la penitente, este se le insinuara, circunstancia que sería aprovechada por algunos religiosos para cometer el delito
de solicitación con estas mujeres, también conocido con las palabras latinas “solicitatio ad turpia”, pero, ¿ qué
era el delito de solicitación ?
Concilio de Trento (1588) de Pasquale Cati. Santa María in
Trastevere. Roma.
Este delito consistía en el acto
cometido por el confesor, en principio, durante el sacramento de la confesión
–posteriormente también se consideraron los actos realizados inmediatamente antes
o después de la misma–, cuando aprovechando la información íntima proporcionada
por las mujeres que acudían al confesionario, o bien, orientando su
interrogatorio para obtener conocimiento de las intimidades de las penitentes y así
aprovecharlas para incitar, proponer, o incluso realizar tocamientos o actos
impuros, tanto mutuamente como individualmente. Este delito fue investigado y
perseguido por el Tribunal de la Inquisición a partir de 1559.
El Concilio de Trento fue la
respuesta del mundo católico para salvar la escisión que se produjo en el
contexto de la Reforma Protestante surgida contra los abusos y corrupciones
morales que aquejaban al catolicismo, llevándoles a rechazar la autoridad papal,
además del carácter sagrado de algunos sacramentos como el de la confesión,
que, aun sirviendo para el desahogo de la conciencia de los penitentes,
constituía en sí una herramienta de control de las conciencias si era
sabiamente utilizado.
Así las cosas, los cánones que surgieron
de este Concilio quisieron poner orden en la moralidad gravemente dañada que
asolaba a la Iglesia Católica, intentando reformar profundamente esta
institución que, en lo referente a este pecado de solicitación – en realidad
era una trasgresión del celibato eclesiástico y suponía un desprestigio para
este sacramento –, se les había ido de las manos, y no estaban las cosas para
ello; eran los tiempos de la Contrarreforma, por lo que las medidas que se
adoptaron perseguían proteger dicho sacramento, no así a sus víctimas, pues
desde Trento, este delito ya no se consideraba solamente una trasgresión del
celibato, sino un sacrilegio cometido en el seno de un sacramento, por lo que
se adoptaron medidas. Sobre este aspecto, hay que tener en cuenta que, por lo
general, la formación teológica del clero era casi nula, sobre todo el rural, y
que desde el IV Concilio de Letrán donde se estipuló que la confesión era
obligatoria al menos una vez al año, y desde entonces se venía realizando
en los lugares más reservados y discretos de las iglesias, siempre alejados de
la vista de los fieles y con total proximidad entre el confesor y la penitente,
es decir, sin ninguna barrera física que se iinterpusiera entre ambos, por lo que era muy fácil
tener tentaciones de índole sexual, sobre todo al empezar a escuchar
las intimidades de la penitente sin omitir
ningún detalle por escabroso que pudiera parecer, como venía recogido en alguno de los manuales para confesores
publicados abundantemente durante los siglos siguientes, con la aspiración de
enseñar a los sacerdotes como debían actuar en la confesión. Este delito debía
ser muy frecuente dada la cantidad de manuales que se sucedieron desde mediados
del siglo XVI hasta que desapareció el Santo Tribunal en el siglo XIX. Como
novedad, también se obligó por primera vez desde Trento a disponer en las
iglesias de un confesionario –un mueble que dispusiera de rejilla– donde poder realizar
este sacramento, evitando con ello la proximidad de la que antes habábamos al interponer entre
ambos una barrera física, aunque lo cierto es que el uso de estos
“confesionarios” tardaría bastante en generalizarse.
CONSTITUCIONES SINODALES DEL ARZOBISPADO DE TOLEDO (1620).
A continuación, mostramos alguno
de los mandatos contenidos en una de las Constituciones Sinodales sobre este
asunto, las correspondientes al Arzobispado de Toledo de 1620, que recogen en
su Libro Segundo, Constitución I, lo siguiente:
“… se manda que las causas de honestidad de los Clérigos no se traten en
las Audiencias públicamente, sino que nuestros Vicarios y Jueces las traten y
substancien en secreto en sus aposentos…”
Es decir, que es desde el Concilio
de Trento cuando se dictan medidas sobre este delito ante la constante
proliferación de casos, todo, para proteger el sacramento de la confesión, no así
a las víctimas. En la Constitución XIII del libro Tercero, continúa:
“… mandamos que de aquí adelante los
confesionarios estén en las iglesias en parte y lugar que el confesor y
penitente se puedan ver de la gente que estuviera en la tal iglesia y que
los confesionarios sean abiertos con
cancel y rallo, y las mugeres no se confiesen en capillas y los confesores
clérigos procuren confesar con sobrepellices, y los penitentes de rodillas,
aunque sean sacerdotes, y ningún confesor pueda confesar a muger en hermita ,
ni en casa particular, si no fuere enferma, o persona que tenga causa legítima
para no poder ir a la iglesia, y a los que hizieren lo contrario, los castiguen nuestros juezes…”
En el siglo XVIII es cuando más
publicaciones vieron la luz para orientar a los confesores, tal fue su éxito
que algunas de ellas fueron reeditadas, otras fueron escritas por curas, como ejemplo
de esto último tenemos la titulada: Directorio
Parroquial, Práctica de Concursos, y de curas, cuyo autor divide en tres
libros de los que entresacamos varios puntos correspondientes al capítulo XII
del libro III. Así, sobre los casos reservados, menciona en su punto 747: “… para que el acto por el cual se verifica
que el confesor es solicitante, sea digno de ser denunciado, debe ser pecado
mortal: lo uno, porque siendo la pena tan grave, no se puede incurrir, si no es
por grave culpa; lo otro, porque habiendo de ser, como dice el Decreto, solicitatio ad turpia, es preciso que
sea en materia de lujuria…”
En el punto 748, aconseja: “… es convenientísimo que los confesores, en
el acto de la confesión se porten con las mujeres mejor con severidad que con
demasiada afabilidad…”, continuando en el punto 749:
“… si llegando alguna mujer a decir al confesor que esté prevenido para
confesarla a otro día, él la aparta de este intento, y la solicita, dicen otros
autores que no debe ser denunciado, yo juzgo que se debe distinguir: si esto se
dice estando fuera del confesionario, y adonde no se presuma que simula confesión,
convengo con ellos, pero si es en el confesionario, como simulando la
confesión, debe ser denunciado…”
Es decir, que había disparidad de
opiniones y si existían dudas al respecto, siempre se creía la opinión del
religioso y en el peor de los casos, solo se le amonestaba, pues al parecer, si
que tenían en cuenta la presunción de inocencia, todo ello debido a que se
daban casos, los menos, del ofrecimiento realizado por algunas mujeres a sus
confesores, generalmente apuestos, por múltiples razones, como podía ser el sentirse insatisfechas sexualmente y acudir
a confesarse con este pretexto, o tener la condición de viudas jóvenes y ser esta la única manera de dar rienda suelta a sus necesidades sexuales,
pues no debemos olvidar que no estaba bien visto por la sociedad de la época
que se volvieran a casar.
En el mismo libro mencionado
anteriormente, el autor manifiesta en el punto 750:
“… si el confesor en la confesión solicita a la penitente, y antes de
acabar la confesión se arrepiente, y a ella misma la dice como ya está
arrepentido de haberla provocado; con todo eso debe ser denunciado, porque ya incurrió en las penas de solicitante; y aunque
sea probable, como después diremos, que el enmendado se escuse, con todo eso se
ha de proceder en esto con gran cautela, pues teniendo la denunciación, puede
fingir el arrepentimiento…”
Continuando en el siguiente
punto:
“… dijeron algunos autores que el modo que podía tener la penitente para
salir de la obligación de denunciar al confesor que la solicitó era confesarse
con el mismo solicitante […] y aunque el confesor diga al penitente que no
tiene obligación de denunciarle, con todo eso está obligado…”.
Uno de los manuales para confesores que tuvo mucha
aceptación, el Fuero de la Conciencia,
de Fray Valentín de la Madre de Dios, aparecido a principios del siglo XVIII,
indica las preguntas que el confesor debe hacer al penitente para detectar en
sus respuestas posibles pecados contra la naturaleza. Estas eran:
-
“¿Aveis tenido hermano, u procurado
voluntariamente alguna polución, que es derramar sin ayuntamiento el semen
humano?”
-
“¿Has tenido acto carnal con otra que
no sea tu muger?
-
“¿Aveis tenido hermano, alguno, o
algunos tactos deshonestos con vos mismo o con otra persona, fuera del uso
lícito del matrimonio?
-
“¿Has hablado, fuera de las ocasiones
ya tocadas, palabras deshonestas?”
-
“¿Aveis tenido hermano, malos deseos,
u otras complacencias deshonestas, en que voluntariamente ayas consentido?
-
“¿Aveis hermano, pervertido el orden
natural en el uso del matrimonio impediendo la generación, quando ella se da
derecho, como si te apartaste del acto conyugal, sin efusión de vuestro semen?”
Después de estas preguntas, aparece como “advertencia singular” (pág. 156), la siguiente:
“… Si llegare a los pies del confesor alguna muger o varón solicitado ad turpia por otro confesor en el acto
de la Confesión Sacramental, o inmediate
ante, o inmediate post confessonem,
o con pretexto u ocasión de confesión o fuera de estos casos, que haya tratado
el confesor torpezas con ella, de obra,
o de palabra en lugar primariamente dedicado a confesar o elegido ya
actualmente para este fin, no le puede absolver, sino que la enviará que delate
al confesor solicitante, porque hay precepto para esto de los Señores
Inquisidores…”
De lo que se deduce que los textos recogidos en todos estos manuales
indicaban las penas a las que estaban sujetos los confesores que cometían el
pecado de Solicitación, como se recogía en otro de los Prontuarios de Teología
Moral[1] más famosos del momento:
“…el fin de la ley impuesta por los referidos Papas es sujetar a las
mismas penas a los sacerdotes que en vez de conducir a los fieles por el camino
de la vida eterna, procuran dexarlos caer en el camino ancho de la perdición en
el mismo lugar y sitio en que ellos mismos buscan ser absueltos de sus culpas…”
La confesión. Francisco de Goya.
INSTRUCCIONES
DE LA SANTA INQUISICIÓN.
Periódicamente también se emitían las llamadas
“Instrucciones” por parte de esta institución para que se guardaran y
respetaran por los integrantes que dependían de estos tribunales, sobre todo,
comisarios y notarios, piezas fundamentales de los mismos. Aquí traemos algunos
puntos de las que fueron publicadas pocos años antes de su abolición definitiva[2].
Primeramente vienen unas advertencias dirigidas a
los Comisarios en las que se establece que en las causas contra los
solicitantes ad turpia, el notario siempre tiene que ser un sacerdote. A
continuación y dentro de estas advertencias se establece que cuando se
presenten ante un comisario mujeres que han sido solicitadas ad
turpia, lo primero que debe decir son las señas personales del
confesor, indicando nombre, edad, lugar en el que sucedió la solicitación, si
esta fue verbal, indicando las palabras utilizadas, y si consistió en acciones,
también debe indicar cuales fueron, además de decir si hubo verdadera confesión
o solamente lo fue en apariencia, igualmente, si la absolvió o solamente lo
fingió, al igual que debe decir en que instante, si antes, durante o después,
tuvo lugar la misma. Del mismo modo, es conveniente que mencione si la
solicitación ha sido frecuente o ha mediado mucho tiempo entre ellas, además
debe decir si tiene conocimiento de que el mencionado confesor haya solicitado
a otras, y si es así, debe decir los datos personales de las mismas. Además el
Comisario les advertirá que no están obligadas a consentir las torpes
propuestas o acciones del confesor.
En estas “Instrucciones”
se señala que se escribirá todo según sucedió, es decir: “…Se extenderá la solicitud de la persona solicitada con puntualidad de
las mismas palabras por feas y obscenas que sean, o especificación de sucesos
por inhonestos e impúdicos que hubieren sido (pág. 29). También se les
preguntará si han sido advertidas de la obligación que tienen de delatar, al
indicar que: “… debe el Comisario
hacerlas pregunta especial si han confesado con otros confesores las
solicitaciones declaradas, y estos las han advertido la obligación de dar
cuenta de ellas al Santo Oficio…” (pág. 30).
El texto también indica las preguntas que se debían
realizar a las penitentes por parte del Comisario de la Inquisición, cuando
recibían una denuncia por Solicitación. Son las siguientes (pág. 31-33):
1.- ¿Para qué ha pedido audiencia?
2.- ¿Si lo que refiere, y le pasó con el confesor, fue en la misma
confesión, antes o después de ella, fingiéndola o simulándola, y el intervalo
de tiempo que medió de los dichos y hechos que delata, y la confesión y si de
resultas de esta, y lo ocurrido en ella se siguieron después otros dichos y
hechos de parte del confesor, diga y declare cuales fueron, y si fue absuelta
del mismo confesor?
3.- ¿En qué Iglesia y sitio de ella estaba el confesionario, y si la
confesión en que fue solicitada no fue en el confesionario, exprese el sitio y
el lugar en que se verificó, y si en él se acostumbran oír confesiones, y está
destinado para este efecto?
4.- ¿Si sabe que el expresado confesor, u otro haya solicitado a otras
personas en la confesión o con motivo de ella; como lo sabe, o el motivo que
tenga para presumirlo; si lo sabe por las mismas personas solicitadas, u otras
fidedignas, expresará quienes sean unas y otras, su vecindad y residencia?
5.- ¿Si después se ha confesado con otros confesores, y habiéndoles
manifestado la solicitación la han advertido la obligación que tenía de dar
cuenta de ella al Santo Oficio, y de que mientras así no lo hiciese no podían
ellos, ni otro confesor alguno darle la absolución?
6.- ¿Qué edad y señas personales tiene el confesor o confesores que
delata, lugar de su residencia o destino que tenga, o que personas lo sepan o
puedan dar razón de él?
También se menciona en el texto que si algún confesor decide delatarse
a sí mismo, ha de declarar el nombre, edad y vecindad de las mujeres con las
que pecó, previniéndole el Comisario que para obtener el beneficio de “espontáneo”, ha de satisfacerle
enteramente su denuncia.
Como hemos visto, la sociedad del Antiguo Régimen estaba muy marcada
por la religión, lo que no le venía mal al poder político que necesitaba a la
Iglesia como herramienta de control del pueblo (ARCURI.2018).
A continuación, veremos algunos casos de solicitantes de la provincia
de Albacete, tratados por este tribunal. Algunos de los primeros casos conocidos
son muy tempranos y vienen recogidos en la Relación de Causas del Tribunal de
la Inquisición de Murcia[3] (1583). Por lo tanto, no
tenemos acceso a todo el procedimiento, pero sí que nos sirve para darnos
cuenta de la fecha tan temprana de los hechos y del suceso mismo. En el caso
que nos ocupa, durante el mes de abril de 1583, el Inquisidor Serrano, partiendo
de la ciudad de Murcia se dirigió a Chinchilla visitando esta parte de su
distrito, por lo que esta relación recoge que visitó “dos villas y siete aldeas”, en las que a su llegada se leyeron los
edictos de la Fe, como era preceptivo y se tomaron diversas declaraciones. En Chinchilla testificó ante el Inquisidor
la doncella María Tordesillas, quien
acusó a Fray Pedro de Aguilar que pertenecía a la orden de Santo Domingo de
este delito de Solicitación, pues cuando estaba confesando con él, le dijo: “…
palabras de amores y la besó y tocó con las manos en sus partes vergonzosas…”.
Este caso se llevó al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición,
solicitando información de las cualidades de esta doncella, como se recogía en
todos los textos que hemos mencionado anteriormente, sin embargo, no sabemos
cómo terminó este caso.
Otro caso presentado en este mismo viaje, en el lugar de Hoya Gonzalo, fue el que le sucedió a
la doncella Ana Martínez, quien
denunció al teniente de cura Pedro de Poveda porque durante la confesión “… la
había requerido de amores, haciéndola muchas promesas que declaró y la quiso
allí forzar…”.
Al parecer, y según su declaración, este cura la absolvió sin acabar
de confesar sus pecados y, en este caso, se examinó a tres mujeres que estaban
al tanto de lo ocurrido; de todas ellas se requirió información sobre sus
cualidades, remitiéndose el caso al Santo Oficio.
Cornelis Cornelisz van Haarlem,
El fraile y la monja (1591, Museum Frans Hals, Haarlem).
El Archivo Histórico Nacional custodia diversos documentos del
Tribunal de la Inquisición en los que se tratan casos del delito de
Solicitación ocurridos en algunos municipios de la provincia de Albacete, que
nos ofrecen mayor información que los precedentes, pues recogen todo el proceso
generado, con la declaración de los hechos por parte de las mujeres
solicitadas, alguna de ellas religiosas, las ratificaciones, informes…. Todos
estos expedientes tuvieron lugar durante el siglo XVIII, y daremos cuenta de
ellos a continuación.
Los hechos que narramos a continuación se iniciaron en Villena durante
1713, cuando se presentó por parte de Juana Martínez, mujer de 28 años, casada,
una denuncia ante el Comisario del Santo Oficio del lugar, contra Fray Jaime
Galiana “… por mandato de su confesor y
para descargo de su conciencia…”. Según esta denuncia inicial, la
penitente, mientras se confesaba por el año de 1712 en la capilla de San Pedro
del convento de Villena, con el mencionado fraile, este le dijo “Filla
mía” con demasiado cariño, y en otra ocasión, cuando la denunciante se
acusaba en confesión de haber tenido un sueño impuro, dijo la denunciante: “…dichosos
los religiosos que con su retiro y asistencia al coro estarán libres de
semejantes sueños y tentaciones…”, a lo que el confesor le respondió
que también ellos los tenían, pero que con los “derramamientos” se les quitaban, diciendo a continuación que a las
monjas como no les sucedía esto padecían muchas enfermedades, ocurriendo todo
ello durante la confesión. Sobre todo esto, el comisario informó favorablemente
de la vida, fe y crédito de la denunciante, en vista de lo cual el fiscal mandó
que se buscara en los archivos de la Inquisición, era lo que se llamaba:
“recorrección de registros”, y ordenó que se trasladara al mencionado Fray
Jaime Galiana al convento de Santiago de Almansa, donde se vuelven a producir
varios años después otras denuncias por Solicitación.
El primer caso sucedió en Almansa
en febrero de 1742 (AHN.
Inquisición, 3733. Exp. 169), cuando por mandato de su confesor se vuelve a
presentar una denuncia contra este fraile por parte de Ana María Serrano,
soltera, de 15 a 16 años, diciendo en primer lugar, que este fraile pasó una
tarde por su casa pidiendo la “limosna de huevos”, cogiéndole en esta ocasión
la cara y las manos, a lo que la testigo, como jugando, le dijo que se
estuviera quieto, a lo que accedió, pero algún tiempo después, le dijo la
penitente en confesión que otro sujeto la había querido abrazar, besar y tocar
los pechos, a lo que el confesor le dijo: “Como dejas que te toque ese sujeto y no
dejas que te toque yo”, lo cual sucedió “en uno de los dos confesionarios que estaban en la capilla de los
Dolores en dicho convento de Santiago”.
En La Nueva Coronica y Buen Gobierno, manuscrito de 1615, que recrea las costumbres que imperaban a finales del S. XVI en las Indias, se le atribuye a Guaman Poma de Ayala, redactado para plasmara la realidad andina y solicitar de la Corona Española una reforma.Lámina correspondiente al Sacramento de la Confesión.
En La Nueva Coronica y Buen Gobierno, manuscrito de 1615, que recrea las costumbres que imperaban a finales del S. XVI en las Indias, se le atribuye a Guaman Poma de Ayala, redactado para plasmara la realidad andina y solicitar de la Corona Española una reforma.Lámina correspondiente al Sacramento de la Confesión.
La testigo se ratificó Ad
Perpetuam, algo que no pudo hacer la primera denunciante de Villena por ser
difunta, por estas dos testificaciones, el Inquisidor fiscal pidió la prisión
para el reo el 22 de junio de 1742. Pero no terminó ahí la cosa, pues dos años
después se presentó, sin ser llamada, ante el comisario Pablo Núñez Carrasco, la
doncella de 16 años Catalina Sánchez, quien volvió a delatar a este fraile,
quien, según la denuncia, hacía tres años cuando se encontraba Catalina
confesando en la iglesia del convento de Almansa, le preguntó el reo: “si
había tenido algunos tocamientos”, a lo que la penitente le respondió
que no sabía lo que le preguntaba; después de algún tiempo, en otra confesión
insistió sobre lo mismo, preguntándole también: “Si se había introducido los
dedos en sus partes”, a lo que le respondió que no, aunque este fraile,
ya descontrolado le volvió a preguntar: “si tenía pelo en sus partes”, contando
esta doncella que en alguna ocasión al entrar en su casa intentó abrazarla,
algo que conseguiría en otra ocasión después de la última confesión. Lo mismo
ocurrió con Catalina Zermeño, soltera de 20 años y sirviente en casa de D.
Mateo Sánchez, quien refirió lo que le ocurrió con el reo cuando tuvo que
realizar un recado en el convento, en el que se encontró con el reo quien la
acompañó hasta la portería y trató allí
mismo de meterle la mano en los pechos, diciéndole al notar su resistencia, que
aquello lo hacía porque la quería. En otra ocasión en la que se encontraba
confesándose con el reo, le comentó como un mozo había intentado intimar con
ella, a lo que ella se resistió, siendo recriminada por el confesor, a lo que
la testigo le respondió que por qué le reprendía lo mismo que él quiso ejecutar
antes. Tanto Catalina Sánchez como Catalina Zermeño fueron bien informadas por
el comisario, ratificándose ambas ad
perpetuam, por lo que en vista de estas cuatro testificaciones y a
pedimento del fiscal se confinó al reo en las cárceles secretas del Santo
Oficio, con embargo de su pecunio, ejecutándose todo en diciembre de 1744. El
reo también realizó una declaración en
la que reconoció todo, aunque dijo no acordarse de lo sucedido con la primera
testigo de Villena.
En la ciudad de Albacete se
presentó en 1725 la denuncia de María
Robres Agraz, contra Fray Diego
Nebot, por medio de una carta que en su nombre escribió Fray Joseph Marín,
en la que decía que el reo la había solicitado en el acto de la confesión,
aunque después de ser escrita había oído alguna versión en la que se presumía
que todo formaba parte de “una maliciosa
delación”, que no dudó en incluir en una posdata antes de enviársela al
Comisario del Santo Oficio de Albacete, quien después de esta denuncia y
conocedor del contenido de otra carta que le envió el mismo reo advirtiéndole
de la falsedad de la denuncia presentada, informó al Tribunal que le constaba
que María Robres era mujer de “obligaciones”,
aunque también era notoria su vida escandalosa, como el hecho de que alguno de
sus galanes la hubiera convencido para que delatase a este reo.
Por todo ello, se mandó interrogar a Fray Joseph Marín autor de la
carta de denuncia, y a María Robres. Sobre el fraile se concluyó que era
religioso franciscano, de edad avanzada y que reconoció haber escrito la
mencionada carta en nombre de la denunciante, y su posdata, afirmando que la
tenía por una mujer imprudente y poco cristiana debido al escándalo que había
protagonizado al comerciar ilícitamente con un sacerdote de quien menciona su
nombre, aunque todo esto lo supo después de escribir esa carta, y que aunque
dudó al escribir la posdata dando a entender que la calumnia pudiera ser
inventada, y que la influencia del mencionado fraile con quien “comunicaba
torpemente” le hizo tomar el hábito en el convento de Franciscanos de la
villa de Albacete, a los 20 años de edad.
También se interrogó a la penitente y ya novicia, quien después de
reconocer su firma en la carta denuncia que a su ruego fue escrita, confesó que
entrando en su casa con frecuencia el reo y mostrándole constantemente
expresiones de cariño, se vio precisada a decir a su padre que evitase estas
visitas, de lo que se enteró el reo y aprovechó una ocasión en la que la
penitente al tener mucha gente otro confesor, no tuvo más remedio que confesarse
con el reo, quien le reprochó que informara a su padre.
Otra delatora de este reo fue sor Doña María Josefa de las Huertas que
también era religiosa del convento de franciscanos de Santa Ana de Lorca, quien
contaba 35 años de edad y dijo ante un Comisario que haría unos 15 años en los
que se confesaba con el denunciado, este la solicitó a cometer con el cosas “torpes
y lascivas”, diciéndole que la había de lograr, junto a otras palabras
indecentes y deshonestas. Igualmente, confiesa como estando a solas en el
locutorio, el reo ejecutó con ella acciones muy torpes y la indujo a realizar
actos carnales, diciéndole la denunciante que eso no podía ser hallándose
dentro de la clausura, a lo que el reo le respondió que él sabía el medio para
lograrlo, por lo que la denunciante pensó que sería por algún medio diabólico,
máxime cuando una noche en la que se encontraba despierta sobre su cama,
experimentó como si realmente la cogieran, por lo que atemorizada “se valió de varias reliquias para evitar el
peligro”. Además, pensaba que el mencionado reo era el culpable del “mal de ojo” que venía padeciendo desde
el momento en que se negó, estando casi ciega a pesar de las muchas medicinas
que se le habían aplicado.
Una tercera denuncia la realizó el reo sobre sí mismo, por medio de
una carta enviada desde Tobarra, reconociendo que cuando estuvo en el convento
de Lorca, comunicó con familiaridad con Doña Francisca de los Serafines,
enviándole a la misma varios papeles amatorios, aunque siempre se los entregó
por el tornillo y ninguno en el confesionario. Al aparecer esta nueva testigo
nombrada por el reo, se interrogó, confirmando lo dicho por el reo, añadiendo
que uno de los días que estaba dentro de la clausura con motivo de asistir a
otra religiosa enferma “… en presencia de diferentes religiosas la
hizo arrodillar el reo para decirla los evangelios y estándoselos diciendo, sin
que fuese notado de las otras religiosas, procuró tener polución consigo
mismo…”, además, la testigo
había oído a otra religiosa, sor María Teresa de Buenaventura, que este reo
había solicitado ad turpia a sor
María Teresa de las Huertas, y que el reo la obligó con precepto de obediencia
a que le llevase algunos escritos a sor Francisca de los Serafines. Fue
condenado por el Tribunal de la Inquisición a prisión en las cárceles secretas.
Otro suceso de parecidas características tuvo lugar durante 1927 en la
localidad de Madrigueras (AHN.
Inquisición 3728. Exp. 84), cuando María Contreras delató por Solicitante a
Martín Navarro vicario de la villa, por lo que se puso en marcha la maquinaria
de la Inquisición realizando las primeras averiguaciones ante la delatora para
confirmar que había dicho: “…que podía perder a D. Martin Navarro porque oyó la testigo al médico decir que D.
Martín le había pedido remedio para que malpariese una mujer y juzgaba la
testigo que esto tocaba a la Inquisición, pero, después supo que no era caso de
Inquisición…”.
Cuando tuvo que ratificarse de esta declaración, lo hizo añadiendo que
todo era falso y que lo declaró por “mala voluntad que tenía”
Sobre este caso se tomaron declaración a seis testigos, pues, al
parecer, existían muchas dudas y contradicciones, por lo que la que fue
delatora pasó a la situación de reo. Todos los testigos estaban sujetos a
guardar secreto sobre este caso, lo que no sucedió aunque se incurriera en el
delito de excomunión mayor para quienes se lo saltaran, y se tratara de
enmendar esta falsa denuncia por algunos testigos; sobre esto, es curioso
resaltar las declaraciones contradictorias que se dieron en la persona de Juana
Cortés, casada y con siete hijos, que dijo tener 43 años y también estuvo
sujeta al secreto del caso, aunque en su declaración confesó que: “…
reveló el secreto al Vicario y otras personas persuadida de que la causa del
Vicario procedía de mala voluntad por causa que expresa y ciega de pasión por
el Vicario revocó su declaración…”.
Concluye pidiendo al tribunal que atienda a su calidad y pureza de
sangre y que este procedimiento no manche a su familia e hijos, considerando su
integra confesión y que “…faltó a su obligación ciega de pasión y
sin reflexión…”.
En 1729 se presentó otra denuncia de Solicitación por Leonor Gómez,
soltera de 25 años y vecina de Mahora
(AHN. Inquisición 3728. Exp.92), quien delató a su confesor el padre Sevilla,
guardián por entonces del convento de la localidad, quien la visitó cuando se
encontraba enferma y tuvo tocamientos impuros con ella, quien, una vez
restablecida y confesándose con el reo, este le preguntó si lo que había hecho
con ella le gustaba y: “… si nacían del gusto los movimientos que
hacía…”, a lo que Leonor le dijo que dejase eso. El confesor continuó
diciendo “… que por gusto suyo a más hubiera pasado y toda la tarde hubiera
gastado en eso, y que sentía haber tocado solo por un lado y no por medio pero
que en donde tocó pudo haberla dado un lindo repelón…”
Según el escrito del Tribunal, este religioso se
aprovechaba de la inexistencia de Comisario del Santo Oficio en el estado de
Jorquera del que dependía Mahora, por lo que se creía impune, razón suficiente
para que esta mujer no se atreviera a contar al cura estos hechos.
El comisario envió la declaración de la denunciante
mencionando que, aunque la mujer era honesta y de buena opinión, dudaba si le
había dicho la verdad, debido a la variación entre ambas declaraciones y el
hecho de haber preguntado con mucho cuidado si le pasaría algo al reo por esta
causa.
Desde luego, Leonor no fue la única solicitada, pues
este reo, de 48 años, se delató ante el tribunal diciendo que haría unos once años, cuando era
guardián en el convento de Mahora, confesó varias veces a María Pérez, soltera,
con quien tuvo en su casa tocamientos muy obscenos, diciéndole en el
confesionario palabras lascivas y provocaciones lujuriosas “… continuando los tocamientos de
partes verendas[4]
en su casa, las confesaba después dicha muger con el reo y este la dijo en el
confesionario palabras de cariño y que tenía buen “peluchoncillo” y en la
confesión la tocaba este reo los labios y algunas veces la confesó en su casa y
duró este tratamiento como 5 años…”
También menciona en su declaración que haría como
dos años solicitó a actos torpes a Catalina Jiménez en su casa, al igual que
con María López, con quien también tuvo tocamientos deshonestos en su casa,
refiriendo que por agosto de 1729, y encontrándose enferma Leonor Gómez, se
acercó a su casa “… con la capilla de San Pascual para aplicarla a la cabeza de la
enferma y con este motivo la tocó sus partes y después en la reja o en ocasión
de confesarla la preguntó si había tenido deleitación en dicho tocamiento y
respondió que sí, le dijo este reo que tenía buen peluchón…”
También confesó que hablando el día 11 de noviembre
de 1729 con Leonor, y sabedor de que lo había delatado, le aconsejó que en la
ratificación dijese “… que mejor acordada, sabía que lo que el reo la dijo había sido fuera
del confesionario…”
Ese mismo año, se presentó otra carta escrita por
fray Diego Martínez, dominico en Murcia, a petición y con el consentimiento de
Josefa Herreros, vecina de Mahora,
en la que describe al Santo Oficio que:
“… hallándose dicha Josefa enferma de cuidado, llamaron para que la
confesara a D. Joseph de Talavera con quien regularmente se confesaba y habiéndose quedado a solas con ella para
confesarla, antes de la confesión le entró la mano en los pechos y se los palpó
impúdicamente y habiéndose salido un breve rato, volvió y la confesó; que
en otra ocasión, habiéndose agravado la enfermedad y un accidente que la dejó
privada, llamaron a dicho Joseph de Talavera para que la confesara y habiendo
ido, aunque ella por entonces no sintió cosa alguna por estar privada. Después
de convalecida la encontró dicho
confesor y la dijo mira como estabas
cuando me llamaron para confesarte que te estuve tentando todo el cuerpo por
debajo de la ropa y no lo sentistes, tú estabas más muerta que viva…”
En 1733 el Santo Oficio recibió otra denuncia por Solicitación por medio
de una carta escrita por Lucas González, a instancias de Lucia Lerma, doncella de 19 años, natural de de Jorquera, contra el
mismo Joseph Talavera, diciendo que: “… habiéndola llevado sus padres desde
Jorquera a Mahora para ponerla en cura de unas llagas, con este motivo contrajo
alguna amistad con dicho Talavera, y que después de haberse vuelto a su lugar,
en dos ocasiones vino a dicho lugar el expresado Joseph de Talavera, y posó en
su casa, y la confesó, y en la última vez sucedió el que estando levantada la
dicha Lucía y diciendo había de confesar al día siguiente le preguntó si se había de vestir y la respondió no era menester que
respecto de que estaba mala podía confesar en la cama y llegado el día y
dando prisa diciendo era tarde y quería irse entró en el cuarto de la dicha Lucía, quedando todos los de la casa en
la inteligencia de que entraba a confesarla como lo decía, y que entró en el
cuarto la dijo: mira que yo no entro ahora en el ánimo de confesarte, y que
habiéndole dicho que a qué entraba, que ella estaba dispuesta para confesar, no
haciendo caso de esto la solicitó ad turpia, y sucediendo que la madre que ya
padecía algún recelo, sintiendo algún ruido en dicho cuarto, entró y dijo: no
se ha acabado esa confesión?, a que respondió dicho Talavera no se había
empezado. Que dejándolos solos continuó su solicitación habiéndose salido
del cuarto, dispuso sus cosas para marchar y estando para irse, volvió a entrar
en dicho cuarto y estando ya vestida la confesó, el sentado y ella de rodillas,
diciéndola no tenía que temer escrúpulo alguno que quedaba bien confesada y que
no tenía necesidad de confesar con otro confesor lo que entre ellos había
pasado…”.
El comisario informó
sobre los testigos que eran de buena vida y costumbres y se les podía dar
crédito. Con toda esta información el tribunal envió preso en las cárceles
secretas a Joseph de Talavera, con el embargo de todos sus bienes.
“… hallándose en una ocasión enferma la delatante, entró en la clausura
el delatado para confesarla y en la
confesión la dijo palabras provocativas y con sus propias manos la tocó los
pechos. Y que después, en el confesionario tuvo con la delatante muchas conversaciones deshonestas
provocándola a pecar, diciéndola que si no estuviera profesa ella, ni el profeso,
la sacaría del convento y se casaría con ella. Y reconviniéndole la
delatante como el delatado siendo sacerdote y religioso la decía aquellas cosas
en el confesionario, y más cuando allá se iba a confesar y no a ofender a Dios,
la respondía: Anda, anda, incarnatus, no hagas de esto escrúpulo, porque de
esto que yo hablo se y entiendo mucho, pues yo también soy criatura y como tal,
solo es un poco de pasatiempo. Y que
diciéndole la delatante que aquella conversación la incitara mucho a pecar, la
respondía con mucha chanza: No, no te detengas en eso, porque esto no es
pecado, confiésate de las faltas de caridad y de mortificación que has
tenido, que todo lo demás no hay necesidad de confesarlo…”
A instancias de sor
Manuela, se pidió al Santo Oficio que en el caso de tener que realizar en la
villa alguna diligencia sobre este caso, como reconocimiento de la declaración,
ratificación, etc, que estas se hicieran con todo sigilo ante fray Pedro Sanz,
religioso de la orden y confesor de la denunciante, evitando con ello hacerlo
público y notorio ante toda la comunidad, a lo que accedió el Santo Oficio, que
consideraba a la denunciante según informaciones “…digna de todo crédito, por su
ajustado y virtuoso proceder…”
También pidió el Santo
Oficio que se recorrieran los registros de la Inquisición para verificar si
existían sobre el denunciado, en este caso, apareció en la Inquisición de
Cuenca como “testificado” de haber procurado tener ósculos[5] y abrazos fuera de la
confesión y sin motivo de ella, por lo que no se consideró en su día pecado.
En 1761, el Tribunal
de la Inquisición de Cuenca recibió desde Requena una carta de Ana García
Monsalve, en la que denunciaba por Solicitación a Fray Manuel Guardiola, que en
esos momentos era el guardián del convento de Santa María de los Llanos,
extramuros de Albacete (AHN. Inquisición, 3735. Exp. 122). La denunciante,
soltera de 26 años, manifestaba en su carta que “…Hallándose la declarante en la villa de Madrigueras y confesándose con el reo en la parroquia el 6 de abril
de 1760, la dijo dentro de la confesión: eres de mi estimación y gusto, juzgo
has de ser o eres virtuosa y sin que la declarante le respondiese cosa alguna,
la echó la absolución…”
Esta denunciante
añadió en la ratificación que le hizo al reo algunas preguntas sobre si eran o
no lícitas las expresiones cariñosas que lleva dichas y el reo la respondió en
un papelito que presentó: “… que no
habiendo plena advertencia y consentimiento eran a lo más pecados veniales,
pero que rara vez se debían practicar si no es que fuese en bienvenida o
despedida de hermano o parientes muy cercanos […] que siendo pecados veniales
los podía absolver y aunque haya consentimiento grave de parte de uno, también;
que aun habiendo consentimiento de parte de ambos había opinión de que se puede
absolver…”
El informe que se
realizó sobre la testigo decía que aunque era virtuosa, tenía poco espíritu y
aunque era muy honrada, no era de las más advertidas. Sobre el reo se tenía
buen concepto de docto y virtuoso, pero con tal pasión con la testigo que la
dijo: “… que si no se hallase religioso
se casaría con ella…”
Al solicitar que se
recorrieran los archivos del Santo Oficio no se halló ningún resultado por lo
que el fiscal mandó suspender la “sumaria”.
Finalmente, en un
documento sin fechar pero correspondiente al siglo XVIII (AHN. Inquisición, 3753-144), menciona como el Santo Oficio de
Murcia recibe dos cartas escritas en nombre de sor Margarita Muñoz y sor
Manuela Barbero, denunciando por solicitante a Fray Gabriel Salido y Pozo,
sacerdote y confesor del convento de San Francisco, con residencia en la ciudad
de Alcaraz.
En la primera, sor
Margarita Muñoz del convento de Santa Clara de Villanueva de los Infantes,
confiesa: “… que habiendo ido el reo
diferentes veces al locutorio y estando
a solas con la denunciante, la provocó muchísimas veces a visitas torpes y a
otras acciones muy livianas y que después, a cosa de dos o tres credos la
confesó hasta treinta veces por el tornillo de uno de los locutorios de las
impurezas que con el reo había cometido y que habría tres años que se había
separado de dicha comunicación…”
En la segunda carta,
la denunciante sor Manuela Barbero y Pozo declaró lo mismo que la antecedente,
pidiendo ambas que se procediese con el mayor sigilo en todo lo concerniente a
esta causa. Esta denunciante dijo que le dijo todo lo ocurrido a su confesor
habitual fray Antonio Rodríguez, quien la reprendió severísimamente, pero no la
advirtió de la obligación que tenía de delatar los hechos.
En este proceso
realizó el reo fray Gabriel Salido, quien tenía 50 años y era natural de
Villanueva de la Fuente, una confesión voluntaria y que según confiesa había
estudiado Filosofía y Teología, además de tener el título de predicador en
algunos conventos, sin embargo, alude ignorancia y el no haberle remordido la
conciencia por las faltas que cometió sobre estas religiosas, sobre las que
dijo que antes de confesarlas “…cometía mutuamente algunas
deshonestidades…”.
Sobre este caso, el
fiscal ordenó su ingreso en las cárceles secretas y que se siguiera su causa
hasta la definitiva, recorriéndose todos los registros de la Inquisición.
CONCLUSIONES.
Dentro del contexto de
la Contrarreforma que siguió al Concilio de Trento como reacción a las tesis de
los protestantes, salieron reforzados algunos sacramentos, como ocurriríó con
el de la confesión tratado en el capítulo V “de confessione”, donde se incluye la obligación que tenían los
fieles de declarar todos los pecados al confesor para imponerles adecuadamente
la penitencia. Se establecieron en el mismo varias normas que afectaría en lo
sucesivo al sacramento de la Confesión, como el establecimiento definitivo del
celibato sacerdotal, prohibiendo las “concubinas”,
algo frecuente antes de este concilio, aunque después del mismo esta práctica
no terminó, continuando de alguna forma “enmascarada”, como es sabido. También
se estableció la fabricación de un mueble, con rejilla, que sirviera como
confesionario, aunque tardaría muchos años en generalizarse su uso.
En General, la iglesia
católica puso los medios para combatir el mal que venía aquejando a este
sacramento, que era mal entendido por algunos confesores que se excedían en el
mismo o aprovechaban la información digamos “caliente” proporcionada por las penitentes a quienes se podía
orientar sabiamente hacia un terreno más o menos escabroso, todo ello, en el
ámbito de la confesión, que se continuaba realizando en lugares apartados,
discretos y sin barreras físicas que impidieran el acercamiento físico entre
ambos, una verdadera tentación para muchos, pues, como declaró la religiosa sor
María Ana de San Antonio en la denuncia que interpuso por solicitante contra
fray Antonio Carmona, predicador en esos momentos de los Observantes de San
Francisco de Hellín (AHN.
Inquisición. 3722. Exp.275), al reconocer su carta denuncia, donde decía que: “… confesó con el reo por tiempo de dos años
y tres meses que empezaron en 1759 y al principio, en los seis primeros meses,
por seis y ocho veces advirtió antes de confesar y puesta en el confesionario, que el reo tenía tocamientos torpes
consigo, y decía que algún desahogo
había de tener, que se oían ciertas
cosas que no podía más; que ya alguna vez le afecta dichos tocamientos y
decía que a todos los confesores les
sucedía lo mismo…”
Era la opinión de un religioso, fraile
para más señas, pero lo que dice debió ser una práctica muy generalizada, pues
desde Trento, en todos los manuales para confesores que se editaron y
reeditaron durante varios siglos, venían insistiendo en considerar esta
práctica como pecado, aunque diferenciando para ello el momento en el que se
realizaba, y siempre que la misma tuviera relación directa con este sacramento,
señal de que el problema estaba muy extendido. Para combatirlo se contaba con
El Santo Oficio, pero claro, los confesores se encontraban en superioridad
respecto a las mujeres que confesaban, revestidos de una aureola de
superioridad moral, y las penitentes cuando denunciaban, en principio, se las
consideraba como la causa principal del pecado de lujuria (ARCADI. 2019), quienes además de ser las perjudicadas, tenían que
estar bien consideradas socialmente para salir airosas de estos lances, siendo
los casos de acoso a los confesores por parte de mujeres que iban a confesar prácticamente
testimoniales, aunque también se dieron. Otra de las conclusiones es que el
clero regular era el que más denuncias de Solicitación soportaba. Era por lo
tanto un método de control social de la moralidad de la población y de las
costumbres, que además se realizaba por propia voluntad y del que no se escapaba
nadie, pues si alguna persona de una comunidad no realizaba con regularidad
este sacramento, era anotado por el cura del momento en una especie de libro en
el que se recogía todos los vecinos, que habían cumplido o no, con los
preceptos de confesión y comunión (eran los libros de cumplimiento pascual),
que se enviaban posteriormente a instancias religiosas más elevadas para su
conocimiento. Era pues muy difícil para una mujer presentar una denuncia de
este tipo cuando, a priori, todo estaba en su contra, a provechándose el confesor de turno que poseía estos apetitos
carnales de las penitentes más inseguras, ingenuas o temerosas. El hecho de
confesar en un convento de monjas era, en principio, un aliciente para estos
confesores, pues sabían que muchas religiosas ingresaban en los mismos en
contra de su voluntad, razón por lo que era probable que no renunciaran
voluntariamente a los placeres de la carne. En cualquier caso, un poema anónimo
recoge una pregunta que se hacía comúnmente el pueblo:
Tanta
gente de bonete,
¿Dónde
mete?
Pues
dejar de meter,
No
puede ser.
Advertencia
En
la transcripción literal de los textos relativos a la documentación del
Tribunal de la Inquisición, se ha optado por utilizar la grafía actual en
cuanto al uso de acentos y consonantes correctas, con el fin de facilitar la
lectura y comprensión de los mismos.
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www.miguelgarciavega.com/delito-de-solicitacion/ [consulta 28-3-2020]
[1]
SANTOS Y GROSIN, FRANCISCO (1801): Prontuario
de la Teología Moral. Imprenta de la viuda e hijo de Marín. Madrid
[2]
Instrucción y Orden de Procesar que han de guardar los Comisarios y Notarios
del Santo Oficio de la Inquisición en las causas y negocios de la fe (Sevilla,
1815).
[3]
AHN. Inquisición. Leg. 2022, nº 12. Relación de Causas. 1583.
[4] Partes “verendas” es una expresión
referente a los genitales femeninos. Empezó a utilizarse a mediados del siglo
XVII. Partes “pudendas” encierra un significado de vergüenza.
[5]
Se utiliza como sinónimo de Beso.